HOJA DE VIDA
Justo después del primer cuarto del siglo XX, nací en un Santo Domingo aún con aires de ciudad pequeña y amodorrada, que se desenvolvía con lentitud y monotonía.
A los 7 años, al adquirir el uso de razón (si es que alguna vez lo he hecho), me encuentro con que no encajaba en el estándar de los cursos de escuela elemental del Colegio De La Salle. Desde entonces me di cuenta de que no era un niño «normal», no me interesaban en absoluto esas horribles clases de matemáticas, pero sí me gustaban mucho las de historia y geografía, porque me hacían soñar con la libertad de recorrer el mundo, aprendiendo con la práctica lo que realmente me interesaba.
Así comprendí que mi vocación era descubrir los secretos de la naturaleza y de la condición humana, y fue entonces que supe que había nacido para el arte, específicamente para las artes plásticas y aun más específicamente para la pintura; ambos temas (la naturaleza y la condición humana) siempre han sido la constante de mis obras, tanto figurativas como abstractas.
Durante mi adolescencia y hasta los 20 años, me pasaba el tiempo en la biblioteca de mi padre, donde encontraba toda la información que me ayudaba a comprenderme a mí mismo. Luego ingresé a la Escuela Nacional de Bellas Artes en Santo Domingo, y fue entonces que comenzó mi verdadera trayectoria artística. En aquella época estudié junto a grandes figuras, como Domingo Liz, Mario Cruz, Óscar Renta, Ada Balcácer, Silvano Lora y algunos nombres que ahora se me escapan, que se destacaron como artistas emblemáticos. Realmente fue una generación privilegiada.
Además, tuve la suerte –por cosas de la vida, no tan agradables y, como siempre, por enfrentamientos ideoló-gicos, políticos o religiosos– de tener como profesores a artistas españoles muy notables, de los cuales recuerdo con el mayor afecto y admiración a José Gausachs, Manolo Pascual y Vela Zanetti, y a grandes artistas nacionales, como Celeste Woss y Gil y Gilberto Hernández Ortega. Los españoles me prepararon para mi emigración a España en 1951. Ya conocía Londres y París en un viaje que había hecho hacía un año con mi padre.
Mi llegada a Madrid constituyó el big bang personal que me integró a la cultura universal, no solamente en el mundo del arte sino también en el sentido de la vida misma. De pronto me encuentro en el mundo real y en el que me siento vivo y libre, en mi verdadero ambiente.
En Madrid, además de inscribirme como estudiante libre en la escuela de arte de San Fernando, asistía a clases particulares en el estudio-taller del afamado pintor Daniel Vázquez Díaz, donde –entre otros aspirantes a pintor de diversos países sudamericanos– también estuve con los españoles Rafael Canogar y Cristino de Veras, excelentes artistas con el tiempo. En San Fernando conocí a Luis Feito, que formaba parte del grupo El Paso y tenía revolucionado al Madrid de los cincuenta con su propuesta informalista. Con Feito establecí una amistad fraternal.
Con la experiencia adquirida tanto en Santo Domingo como en Europa con diferentes y valiosos maestros, llegué a la conclusión de que, aparte de lo básico, no me enseñaban sus técnicas y fórmulas personales y, en realidad, en todos los grupos de alumnos solo había dos o tres con verdadero talento y vocación.
Sinceramente pude darme cuenta que la verdadera enseñanza estaba en los grandes y fabulosos museos de Madrid, París, Londres e Italia entera (que es un museo como país).
Así pues resolví visitarlos constantemente pasando a veces días enteros recorriendo una y otra vez sus salas, donde se encerraba todo lo que se había producido como gran arte en el mundo entero.
Mi autentica experiencia como artista, mis recuerdos y la desnuda verdad de mi existencia están claramente narrados en mis pinturas, que es el lenguaje en que mejor me puedo hacer entender.
Por esas coincidencias o ironías del destino, en la misma calle de la zona colonial donde cumplí los 7 años, ahora están colgados los cuadros en este museo –luego de más de ochenta años de peripecias y viajes por este mundo tan bello como complicado– gracias a la sensibilidad y al celo familiar de mi sobrino George Manuel Hazoury Peña, director de la Fundación Peña Batlle, quien pudo encontrar como guiado por una mano espiritual el sitio preciso para albergar mi legado de arte. En sus incontables búsquedas, una mañana cualquiera y estando solo, encontró el lugar exacto que llenaba todos los requisitos y así nació el Museo Fernando Peña Defilló.
No puedo dejar de mencionar en este relato a Jarabacoa, una ciudad situada en el corazón de la Cordillera Central y que ha sido mi lugar de retiro desde hace unos 25 años. Allí encontré el tiempo y el espacio necesario para plasmar todas las imágenes que bullían y que aún bullen en mi mente... y siguen siendo tantas las imágenes que tendré que renacer en la misma identidad en la que ahora me manifiesto para pintarlas todas... Dejo abierto este relato de sensaciones y emociones, por si acaso regreso.
Fernando Peña Defilló 2014.